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FLORENCE BAKER

La esclava que se convirtió en exploradora y luchó contra la esclavitud.




Hasta llegar a ser Florence Baker, esta mujer tuvo que atravesar la jungla de otra vida donde todo estaba cifrado en el más riguroso desastre.

Estrenó el mundo en 1841, en un pueblo de Transilvania y en el centro de una familia de origen alemán. Le asestaron por nombre el de Maria Barbara von Sass. La infancia se esfumó pronto en aquella párvula que aún perpetraba monerías al calor de la chimenea. Los excesos de la Revolución de 1848 la dejaron huérfana de casi todo, con la única compañía de un padre que asumió modales de gato furtivo y junto al que se instaló en el campamento de refugiados de Viden (Bulgaria). Todo en ella era fuga, sobresalto, escaqueo, susto...

Allí descubrió que a la crueldad de ver morir a cuchillo a media familia se le podían sumar algunos accesorios: el hambre, el frío, el desconcierto, el desprecio de los otros... Maria Barbara von Sass tenía ya incrustado en el ánimo un desolado alarido, pero aún faltaba algo. Una noche más allá de la noche.

Cuando ya se había acostumbrado a vivir en esa charca negra del campo de refugiados, dominado por tiranías muy salvajes, un grupo de tratantes de esclavos la echó a un carro tirado por dos percherones, la mantuvo durante un tiempo encerrada para engordarla a la manera de las ocas y cuando la muchacha ya tenía mejor contorno procedieron a exhibirla como una pieza de caza mayor en medio de una penosa mesnada de cautivos. A los 17 años, Maria von Sass era una estrella entre los esclavos que se ofertaban en los mercados. El turno le llegó en la plaza de Widdin (Bulgaria), donde se ponía precio a hombres y mujeres ante un público de corte salvaje que pujaba con entusiasmo.

María, sometida a todos los estupros posibles, estaba lista para ampliar el repertorio de algún harén. Pero el azar reventó su destino en el último minuto.

Un excéntrico millonario escocés, Samuel Baker (explorador, ingeniero, abolicionista y viudo), cuarentón e hijo de banquero, pegó un tajo a sus modales de cuello duro, decidió quemar las naves y aceptó la invitación del maharajá de Duleep Singh para entregarse al oscuro placer de hacer miles de kilómetros con el propósito de cobrarse unos cuantos jabalíes en las proximidades del Danubio, antes de llegar a Constantinopla.
Un golpe de suerte

Por un golpe de suerte remendadora, el día de la subasta Samuel estaba allí. Huroneó en aquella plaza de Widdin espantado ante el chamarileo infame. Y cuando dos buhoneros auparon a la joven Maria hasta un plinto hecho de cajas de verdura le saltó el muelle de la rabadilla. Una muchacha rubia. Un cuerpo llagado. Unos ojos color de miedo. Baker zanjó la venta en siete libras esterlinas, el precio de un saco de plumas de avestruz. Liberó a aquel ser atribulado. Comenzó a poner suavemente los cimientos para restituirle la dignidad. Le hizo asumir con dulzura que ya no habría más derrotas y jamás se volvieron a separar.

Maria se convirtió en Florence. Y su apellido, Von Sass, quedó atrás en favor de Baker. Florence Baker. Aprendieron a convivir. Aprendieron a quererse. Samuel quería viajar con ella por el mundo. Y ella quería comprobar lo que era el mundo. África se convirtió en su destino y establecieron una ruta de exploración por varios países,empujados por la ansiedad iniciática de descubrir las fuentes del Nilo, obsesión de buena parte de los aventureros de la Inglaterra colonial y victoriana.

Viajaron por Asuán, Jartum, Gondokoro (un almacén de esclavos y marfil). Sortearon meses penosos, enfermedades, ciénagas brutales, mosquitos como drones, brotes de malaria que combatían con pastillas de jalapo y calomel, ataques de fieras y la embestida de un rinoceronte. Se encontraron con los exploradores Speke y Grandt, que habían descubierto un mes antes el nacimiento del Nilo blanco en el lago Victoria. Se amaron. Se amaron con toda la combustión de los seres desplazados. Entre murmullos de ardor y jadeos de un placer antiquísimo. Era un escándalo de pura vida. Era 1860.

Florence, con pasaporte británico, tomó conciencia en África de lo que era la esclavitud y se empeñó en difundir la luz terrorífica del comercio de hombres y mujeres. Hubo un tiempo en que se pagaba menos por un humano que por una mula. Aquella muchacha sobrevenida en aventurera llevaba en el camarín de la memoria la humillación acumulada como un eco de botas con herrajes y chasquidos de látigo. Quizá de ahí le llegó la fuerza de no dejarse doblegar jamás y cruzar desiertos herméticos con el mismo coraje con el que se enfrentaba a los traficantes de seres.
Sin heroísmo ni supersticiones

Cuando la fiebre se apoderó de su cuerpo no dejó que se le fundieran los cartílagos. Y siguió caminando. Así hasta descubrir en 1864 el lago Alberto, donde ella dejó atado a un arbusto de la orilla una cinta de su pelo en un gesto tan cursi como caducifolio; y poco después el trueno líquido de las cataratas Murchison (que bautizaron así en honor al presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres). Estaban estrenando para el mundo otra fuente del Nilo a bordo de una canoa nativa hecha de troncos irregulares.

El de Florence y Samuel fue uno de los viajes más extremos de su tiempo. Poco después de alcanzar la meta, ella pasó 10 días en coma por una insolación, pero también a la blancura del coma se sobrepuso. Entre un pasado de mártir y un presente de apóstol, Florence escogió ser ella misma, sin heroísmo ni supersticiones.

Regresaron a Londres en 1865. Se casaron. Samuel Baker recibió el título de Lord, pero a la inesperada exploradora le escamotearon reconocimiento y fastos. La boba sociedad victoriana no aceptó el ideal insurgente de una dama que no amaba a más dios que el camino por hacer. "¿Llegué verdaderamente a las fuentes del Nilo? No fue un sueño. Tenía un testigo a mi lado; un rostro todavía joven, bronceado como el de un árabe tras años de exposición a un sol abrasador; malicienta y consumida por el esfuerzo y las enfermedades, ahora felizmente olvidadas; la devota compañera de mi peregrinaje a quien debo el éxito y la vida: mi mujer". Esto lo escribió Samuel en un diario que apareció envuelto en un delicado trapo de algodón en 1965.

Unos años después emprendieron otra expedición. Esta vez para intentar erradicar el tráfico de esclavos en las tierras del Alto Nilo. Pocos conocían mejor la zona. Y muchos menos habían sobrevivido a su condición de esclavos, como le sucedió a Florence. Ella guió buena parte de esta aventura con suprema autoridad. Iban a liberar humanos. Fue el último viaje. Ahora sí. Florence y Samuel Baker se establecieron en New Abbot (Inglaterra) en 1874. Allí escribieron y vivieron con todo el ajuar de su experiencia entre los parietales. Ella le sobrevivió 30 años, hasta 1926. 

Fuente: El mundo cultura

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